Arequipa arde. El sol cae con una fuerza que parece ensañarse con la Ciudad Blanca, rebotando en cada pared de sillar, en cada pista agrietada, en cada techo metálico. No hay árbol que ampare ni sombra que alcance. El Servicio Nacional de Meteorología e Hidrología (Senamhi) advirtió que los niveles de radiación ultravioleta en la ciudad han alcanzado valores extremos, llegando incluso al índice 16, una cifra que no solo alarma, sino que quema.
En el centro histórico, caminar dos cuadras al mediodía basta para sentir la piel arder. Los sombreros, paraguas y lentes oscuros se han convertido en parte del uniforme cotidiano. “El sol ya no alumbra como antes, ahora quema y bien feo”, dice una vendedora de frutas del mercado San Camilo, con un sombrero improvisado hecho de cartón.
El cemento domina la ciudad. Arequipa creció hacia los costados, hacia los conos y las laderas, pero olvidó crecer con verde. Los parques son escasos y, donde existen, pocos árboles dan la sombra necesaria. En los distritos céntricos, el concreto ha reemplazado la tierra y el aire se espesa con el polvo. Las calles son hornos urbanos donde el calor se multiplica y la piel se vuelve el precio por salir a la calle.
Según el Senamhi, durante los últimos meses los niveles de radiación solar han sido de los más altos, impulsados por el cielo despejado, la altitud y la falta de vegetación. Las autoridades recomiendan evitar la exposición entre las 10 de la mañana y las 3 de la tarde, usar protector solar y ropa de manga larga. Pero la mayoría no puede darse ese lujo: hay que trabajar, vender, caminar, subir combis.
En los paraderos, los rostros se esconden tras polos, papeles o gorras. Los choferes de transporte público manejan con toallas sobre los hombros para secarse el sudor. Algunos niños cubren su cabeza con mochilas. “No me molesta”, dicen, aunque el cansancio en sus rostros cuenta otra historia.
Mientras tanto, la ciudad continúa brillando, no por su apodo de “blanca”, sino por el reflejo enceguecedor del sol sobre su piedra. En Arequipa, el calor ya no es solo una estación: es una rutina. Una que quema la piel, agota el cuerpo y deja claro que, sin sombra ni conciencia ambiental, el infierno no está tan lejos, sino justo encima.


