El día empieza antes de que el cuerpo quiera. El despertador suena cuando aún es de noche y, por un segundo, la idea de quedarse en la cama parece tentadora, casi necesaria. Pero no hay tiempo. Ser estudiante en prácticas es aprender, desde temprano, que el tiempo nunca alcanza.
Salir de casa implica calcularlo todo: el tráfico, el humor del transporte público, la distancia entre la universidad y el centro de prácticas. Correr se vuelve rutina. Llegar justo, o tarde, también. Nadie pregunta si desayunaste, si dormiste bien o si vienes de una semana pesada. Solo importa estar, cumplir, producir.
Las prácticas no siempre enseñan con paciencia. A veces se aprende a golpes, a silencios incómodos, a miradas que apuran. El estudiante observa, anota, escribe, edita, vuelve a escribir. Escucha órdenes, pero rara vez recibe retroalimentación. El error pesa más que el acierto. Y aun así, se insiste, porque “así es el medio”, porque “todos pasaron por eso”.
La universidad tampoco se detiene. Clases, trabajos, fechas límite. Horarios que no dialogan con la realidad del trabajo. El cansancio se acumula, pero se normaliza. Nadie habla del agotamiento como algo serio; se asume que es parte del proceso. Ser joven parece sinónimo de aguantar.
En medio de todo, está la presión invisible del futuro. El bachiller como meta urgente, el título como promesa lejana y costosa. El miedo constante de que el esfuerzo no sea suficiente. De que, al final, no gane el mérito sino el contacto, el apellido, la recomendación. El famoso “hijo de”, el “amigo de”, siempre acechando.
Aun así, el estudiante de prácticas sigue. Porque cree. Porque quiere abrirse camino. Porque sueña con ejercer lo que estudió, con demostrar que vale por lo que hace y no por a quién conoce. Cada nota entregada, cada jornada cumplida, es una pequeña resistencia.
El día termina tarde. El cuerpo pesa. La mente también. En el trayecto de regreso, entre combis llenas y semáforos eternos, queda poco espacio para pensar en uno mismo. Solo al llegar a casa, cuando el ruido se apaga, aparece la pregunta silenciosa: ¿vale la pena?
Y, pese a todo, al día siguiente el despertador vuelve a sonar. Y el estudiante vuelve a levantarse. Porque, aunque el sistema no siempre lo cuide, sigue creyendo que su esfuerzo, en algún momento, encontrará lugar.


