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Entre flores y huaynos, los vivos se reencuentran con sus difuntos

El sol de Arequipa se escondía detrás de una ligera neblina la mañana del 2 de noviembre, como si también quisiera acompañar a los miles de arequipeños que, desde temprano, se dirigían a los distintos cementerios de la ciudad. Las calles que rodean lugares como La Apacheta, Cerro Colorado, Characato o Yura se llenaban de autos, vendedores ambulantes y familias cargadas de flores, sillas, toldos y comida. Era el Día de los Difuntos, una tradición que une generaciones y convierte el luto en una jornada de reencuentro y memoria.

A la entrada del Cementerio Municipal de Cerro Colorado, el aire estaba cargado de aromas: incienso, flores frescas y pollo al horno. Las voces se mezclaban con los sonidos de huaynos, marineras y valses que salían de parlantes improvisados. Desde temprano, algunas familias habían instalado pequeños toldos junto a las tumbas. Colocaban manteles, desplegaban sus sillas y organizaban lo que muchos llaman la mesada, un altar hecho de recuerdos, comida y cariño.

Foto: Noelia Ramos

En una esquina, un grupo de hermanos servía platos de arroz con pollo y refresco de cebada mientras sonaba una orquesta en vivo. “Así le gustaba a mi papá, alegre, con música y comida”, decía uno de ellos, levantando el vaso en su honor. No faltaban las carcajadas, ni los silencios que decían más que las palabras.

Más allá, una anciana rezaba el rosario frente a la tumba de su esposo. Tenía los ojos cerrados y el rosario apretado entre las manos. A su alrededor, sus hijos colocaban flores, velas y un retrato en blanco y negro. “Vengo todos los años”, contaba con voz suave, “porque aquí no se llora, aquí se recuerda”.

El ambiente era una mezcla de fiesta y devoción. En cada pasillo, las orquestas tocaban huaynos y cumbias, los niños corrían entre las cruces y los adultos conversaban recordando historias de quienes ya partieron. En algunos espacios, se veían mesas llenas de panes, frutas, gaseosas, cerveza y hasta pequeñas tortas. Había quienes compartían su comida con los visitantes, como si esa comunión entre desconocidos también fuera una forma de celebrar la vida.

A medida que avanzaba la tarde, el cementerio se volvía un mosaico de colores: coronas amarillas, flores rojas, velas encendidas y globos que se elevaban al cielo. El murmullo de las oraciones se confundía con el sonido de los saxos y bombos de las bandas locales, que iban de tumba en tumba tocando a pedido. Algunas familias contrataban a músicos para dedicar una última canción a sus seres queridos. Otras simplemente entonaban sus propias voces, quebradas, pero llenas de sentimiento.

“Nos juntamos todos los años aquí. Es como si fuera una reunión familiar”, decía un joven mientras limpiaba la lápida de su abuelo. “No venimos a llorar, venimos a agradecer”.

Con el caer del sol, el cementerio comenzó a iluminarse con pequeñas luces. Las velas brillaban entre las flores, y el humo del incienso se elevaba despacio, como un puente entre la tierra y el cielo. Las últimas oraciones se mezclaban con las notas finales de los músicos. Algunos seguían comiendo, otros simplemente se quedaban mirando la tumba, en silencio, con esa mezcla de tristeza y paz que solo el recuerdo puede traer.

En Arequipa, el Día de los Difuntos no es solo una fecha religiosa, es una expresión profunda de identidad y amor. Es la manera en que los vivos conversan con los muertos, donde el respeto convive con la alegría, y donde la memoria se celebra con huaynos, flores y comida. Porque aquí, en esta tierra volcánica, ni la muerte logra borrar los lazos del corazón.

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