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Cuando falta mamá

Uno cree que está preparado para todo: para los golpes, para las despedidas, para los cambios bruscos. Pero nunca jamás para la ausencia de una madre. Esa ausencia no llega de golpe, aunque la muerte sí lo haga. Se instala de a pocos, como un frío que comienza en las manos y sube hasta el pecho, hundiéndose hasta lugares que no sabías que existían. Y cuando la casa queda en silencio, cuando el ruido del día ya no tapa lo que duele, ahí te das cuenta de que falta algo que no vuelve, algo que no se reemplaza, algo que no se improvisa. Falta mamá.

Cada mañana se siente como un recordatorio. Antes, la rutina tenía su voz en medio: un “¿ya comiste?”, un “abrígate”, un “cuídate, pues”. Palabras sencillas, casi automáticas, que en su momento parecían repetitivas, pero que hoy se extrañan como si fueran un lujo perdido. Y al despertar, cuando el día aún no decide si será bueno o malo, aparece ese primer pensamiento: si ella estuviera aquí… Esa frase que uno intenta evitar, pero que se repite como un eco suave y doloroso.

El día avanza como puede. Se trabaja, se estudia, se conversa, se ríe incluso. Porque la vida no se detiene aunque uno sí quiera detenerse. Pero de pronto algo pasa (una canción, un olor, una frase, un plato de comida) y aparece el vacío, ese hueco imposible de llenar. No es nostalgia, no es melancolía. Es ausencia pura. Y duele distinto. Es un dolor que no arde, sino que pesa; que no corta, sino que hunde; que no grita, pero tampoco se calla. Y uno sigue respirando, porque no queda otra.

En las noches, la falta se vuelve más nítida. Ahí donde antes estaban sus pasos, su luz encendida, su voz llamando para preguntar si ya llegaste, hoy solo queda una sombra de recuerdos. Se recuerda su forma de caminar, de reír, de enojarse, de amar sin condiciones. Se recuerda incluso aquello que en vida quizás molestaba: su insistencia, sus advertencias, su preocupación exagerada. Y entonces uno entiende que todo era amor, que todo era cuidado, que todo era protección. Entiende tarde, como suele suceder con las cosas importantes.

Pero lo que más duele no es solo lo que se fue, sino lo que ya no será. Los cumpleaños sin ella, los logros que no verá, los abrazos que no llegarán, los días difíciles en los que uno quisiera su consejo. La vida se convierte en una sucesión de momentos donde falta una pieza, una presencia, un refugio. Y esa falta acompaña siempre, incluso cuando el tiempo parece suavizarlo todo. Porque el tiempo sana, sí, pero no devuelve. Y a veces uno no quiere sanar, porque sanar parece sinónimo de olvidar, y olvidar a una madre es imposible.

Aun así, entre tanto dolor, aparece un tipo extraño de fuerza. Una fuerza que viene justamente de lo que ella dejó: su forma de mirar la vida, su manera de luchar, su capacidad de amar. Viene de los gestos que heredaste sin darte cuenta, de las frases que ahora repites y que antes escuchabas sin importancia. Viene del cariño que te sostuvo toda la vida y que hoy se transforma en motor. Y ahí nace una certeza que consuela un poco: tu madre sigue en ti, aunque no puedas verla. Sigue en tu voz, en tus decisiones, en tu carácter, en tu forma de querer.

La ausencia de una madre no se supera, se aprende a llevar. No se olvida, se transforma. No se reemplaza, se honra. Y en esa mezcla de dolor y memoria, uno descubre que la falta también enseña: enseña a valorar, a agradecer, a amar mejor. Enseña que la vida es frágil, que el amor es urgente, que las personas no son eternas pero los afectos sí pueden serlo. Enseña que el corazón puede romperse sin dejar de latir.

Y entonces, entre lágrimas, recuerdos y silencios, uno entiende finalmente lo que siempre supo pero nunca había sentido tan hondo: una madre es irremplazable. Y su ausencia, aunque duela todos los días, también es prueba de lo grande que fue su amor.

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