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Del encanto al desborde: crónica de un Halloween en Arequipa

La tarde del 31 de octubre, Arequipa se preparaba para celebrar Halloween. Desde temprano, las calles del Centro Histórico se llenaron de jóvenes disfrazados: brujas, payasos, superhéroes, personajes de series. La Plaza de Armas era un espectáculo colorido, lleno de risas y música. Por unas horas, todo parecía inocente, casi mágico. Familias paseaban, los turistas tomaban fotos, y los comerciantes se sumaban a la alegría de la noche.

Pero conforme avanzaban las horas, la ciudad empezó a transformarse. A partir de las once, la Policía cercó los accesos a la Plaza de Armas y los alrededores, intentando controlar el creciente tumulto. El efecto fue el contrario: la gente se amontonó en las calles contiguas, sobre todo por San Francisco, donde el tránsito se volvió imposible. Avanzar era una tarea de resistencia. El aire se sentía espeso, caliente, saturado de alcohol y sudor.

Frente a los locales nocturnos, las colas eran interminables. Los agentes de seguridad revisaban cada bolso, cada prenda, en busca de botellas o latas. Dentro de las discotecas, el ambiente era sofocante. Apenas se podía respirar. Muchos querían irse, pero sabían que si salían debían pagar otra vez la entrada. Por eso, la mayoría optó por quedarse afuera, bebiendo en plena calle, compartiendo vasos improvisados, entre el frío y la multitud.

El suelo estaba húmedo, pegajoso. No solo por las bebidas derramadas, sino también por la orina. Desde la cuadra de La Positiva Seguros hasta Santa Catalina, varios varones utilizaban las paredes como baño público, sin el menor pudor. La vereda lucía mojada, y el olor era tan fuerte que se mezclaba con el del licor y el humo de cigarro.

A la medianoche, la Policía ya no patrullaba con la misma intensidad. Uno o dos efectivos caminaban entre la multitud, observando sin intervenir. El control se había perdido. Lo que quedaba era una marea humana, desordenada y ebria, sin dirección. Los disfraces habían dejado de ser divertidos: detrás de las máscaras solo quedaban rostros cansados, ojos perdidos, gente tambaleante.

Lo que horas antes fue un desfile alegre, se convirtió en una escena de descontrol. La basura cubría las calles, las botellas rodaban entre los pies, y el ruido era ensordecedor. Halloween se había transformado en un carnaval del exceso.

Muchos adultos suelen decir que los jóvenes son revoltosos, irresponsables, incapaces de celebrar con respeto. Y aunque suene injusto generalizar, esa noche parecían tener razón. No porque todos hayan participado del caos, sino porque muchos lo permitieron, lo normalizaron.

El problema no es la fiesta, ni los disfraces, ni las ganas de divertirse. El problema es la falta de límites y de respeto por el espacio público. Arequipa, una ciudad orgullosa de su orden y su patrimonio, terminó convertida en un basurero improvisado. La diversión se confundió con el desborde, y la libertad, con el descuido.

Cuando el amanecer del 1 de noviembre tiñó las fachadas coloniales, solo quedaban los rastros del exceso: botellas rotas, charcos, un suelo pegajoso y el silencio de quienes intentaban limpiar. El centro, ese mismo que al inicio parecía un escenario de alegría, amaneció agotado.

Quizás la enseñanza sea simple: no se trata de dejar de celebrar, sino de aprender a hacerlo sin destruir lo que nos pertenece a todos. Porque una noche de disfraces no debería terminar dejando la ciudad desnuda ante su propio desorden.

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