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Cuando la tierra tiembla y Arequipa apenas parpadea

El suelo tiembla. Un leve vaivén recorre el piso, los vasos repiquetean en la repisa y el perro, si es joven, tal vez ladre confundido. Pero la mayoría en Arequipa no se inmuta. “¿Sentiste?”, pregunta alguien. “Un ratito nomás”, responde otro. Y sigue el día.

Así se vive en esta ciudad forjada entre volcanes. Aquí los temblores no paralizan ni alteran la rutina: apenas logran un comentario casual o, con suerte, una publicación en redes sociales. Nada más. No hay carreras por las escaleras ni mochilas de emergencia junto a la puerta. Acaso un suspiro. Acaso una broma.

En Lima, cuando la tierra se sacude, los titulares se disparan, los noticieros interrumpen su programación y los grupos familiares explotan en cadenas de alerta. En Arequipa, en cambio, las personas solo se miran y continúan. Porque aquí se ha aprendido (con susto y experiencia) que no todos los movimientos anuncian tragedia.

Pero no es indiferencia. Es historia.

El 23 de junio del 2001, a las 3:33 de la tarde, un terremoto de magnitud 8.4 sacudió el sur del país. En Arequipa, la catedral perdió una de sus torres, se vino abajo parte del centro histórico, cientos de viviendas colapsaron. Murieron más de 100 personas en todo el sur, más de 2 mil quedaron heridas. Fue un día que marcó a toda una generación. Muchos recuerdan el polvo, los gritos, el desconcierto, el miedo pegado a la piel.

Y sin embargo, la ciudad se levantó. Los templos se reconstruyeron, las calles se limpiaron y la vida, como siempre, volvió a abrir las ventanas al sol. Arequipa ha aprendido a convivir con la tierra que respira bajo sus pies. Quizás por eso, ahora, cuando un temblor sacude las sillas por un instante, nadie corre, nadie grita. Solo se ajusta el alma y se continúa.

Hay quienes dirán que es una irresponsabilidad. Otros lo verán como valentía. Pero, más allá de los extremos, lo cierto es que los arequipeños han hecho del movimiento un hábito. Aquí, donde los volcanes vigilan en silencio, se sabe que vivir implica cierto grado de temblor constante. La costumbre no elimina el riesgo, pero lo hace soportable.

“Si no fue fuerte, no fue nada”, dirá alguien. Y en parte tiene razón. Porque en Arequipa ya se ha sentido lo peor. Y desde entonces, la tierra tiembla… y la ciudad respira hondo, pero no se detiene.

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