Cuando la noche cae, también cae el silencio. Y en ese silencio, el miedo se abre paso. No importa cuántas veces recorra la misma ruta, ni cuántas luces conozca de memoria: cada noche, el trayecto desde la universidad hasta el óvalo Mariscal Castilla vuelve a escribirse como si fuera la primera vez.
Las clases terminan a las ocho, a veces a las nueve. Afuera, ya no queda casi nadie. Mis amigos toman otras rutas, y aunque a veces quisiera que me acompañen, sé que caminar con ellos duplica el tiempo del viaje. Yo solo quiero llegar a casa. Así que avanzo sola, respirando hondo, apretando el paso, escuchando mis propios pasos rebotar en la vereda vacía.
Al final de la cuadra de la universidad ya no hay estudiantes, solo sombra. La calle se vuelve más ancha y, paradójicamente, más pequeña. Mis ideas la encogen: imagino una mano que me arranca el celular, un auto que se detiene demasiado cerca, un brazo que me sujeta sin aviso. Escenarios que nadie quiere imaginar, pero que todas terminamos imaginando alguna vez.
Camino pensando en mi mamá. En que si algún día desaparezco (aunque no quiera, aunque luche), no quiero que piense que me fui. No quiero que crea que me cansé, que la olvidé, que decidí marcharme sin avisar. Ese pensamiento me oprime el pecho, pero también me sostiene. Me obliga a avanzar: tengo que llegar a casa. Siempre.
Cuando por fin llego al óvalo, la ciudad vuelve a hacerse audible. Carros, voces, vendedores. Pero ese ruido no alcanza para tranquilizarme. A veces el miedo tiene su propio volumen. Mando mi ubicación a mi mamá (debería ser innecesario, pero nunca lo es) y espero la combi intentando que nadie note mis manos temblando.
La combi llega. Subo rápido. No adelante. No atrás. Siempre en el medio. Siempre buscando un asiento individual. Siempre evitando sentarme junto a varones. Las mujeres crecemos con esa brújula interna que identifica riesgos invisibles; los hombres, la mayoría, ni siquiera lo notan.
Una noche, subí tan cansada que un señor me cedió su asiento individual. Acepté agradecida. Pero minutos después sentí su cuerpo pegado al mío. Esa presión que uno reconoce aunque intente negarla. Ese roce que paraliza. Ese asco que sube como una ola fría. Era él: el único pegado así, respirándome en el cuello. A los segundos lo sentí: su miembro, duro, apoyado en mi hombro.
Me quedé helada.
No grité. No hablé. No pude moverme. Hasta hoy me castigo por eso, como tantas mujeres que creen que “debieron” reaccionar. Pero la verdad es que nadie está preparada para el asco violento y repentino de un cuerpo ajeno invadiendo el tuyo.
El hombre bajó en la Clínica Arequipa. Se giró, me miró, y sonrió con una lujuria que todavía podría reconocer en cualquier multitud. Cuando lo vi alejarse, tuve ganas de vomitar. Al llegar a casa, esa polera fue directo a la basura. No podía volver a tocarla.
¿Por qué nos pasa esto a nosotras?
¿Por qué vivimos con miedo?
¿Por qué todos tienen una historia?
¿Por qué su cuerpo vale libertad y el nuestro vale cuidado?
¿Por qué para ellos la calle es tránsito y para nosotras, supervivencia?
Desde entonces, ese recuerdo se convirtió en una alarma interna que nunca se apaga. Por eso me siento donde me siento. Por eso reviso quién sube, quién se acerca, quién se queda de pie muy cerca. No es exageración. Es memoria. Es defensa.
Cuando la combi avanza, miro la ventana pero no la calle. Miro mi reflejo, miro a quien entra, miro mis manos tensas sobre la mochila. Sigo alerta incluso cuando ya estoy por bajar. Y apenas mis pies tocan la pista, el miedo cambia de forma. Ya no es un roce en la espalda, ya no es un hombre demasiado cerca: ahora es la calle oscura, las esquinas vacías, los pasos que podrían venir detrás de los míos.
Camino rápido, pero sin correr. Siempre mirando de reojo. Siempre pensando rutas alternativas. Siempre alejándome de los autos que se detienen demasiado. Son casi las diez y la ciudad parece otra, una ciudad que no está hecha para nosotras, una que nos obliga a pensar en sobrevivir cuando solo tendríamos que pensar en llegar a casa.
Doblo esquinas, acelero, envío mi ubicación por si acaso, porque una nunca sabe. Hasta que por fin veo mi puerta. Y ahí, recién ahí, puedo respirar. Ese suspiro que guardé desde que salí de la universidad se libera como si por fin me permitieran volver a mi propio cuerpo.
Cierro la puerta. Me quedo quieta un segundo. Y siento alivio. Un alivio que no debería ser un logro, pero lo es. Porque llegar a casa, para muchas mujeres, es una victoria diaria.
Solo ahí, en mi casa, soy de nuevo yo.
Solo ahí dejo de tener miedo.
Hasta mañana.
Hasta que vuelva a caer la noche.


