Durante mucho tiempo se creyó que los jóvenes habían perdido el interés por la política. Que preferían los likes, las series o los videojuegos antes que discutir sobre el país que los rodea. Sin embargo, las calles del Perú han demostrado lo contrario. En los últimos años, y con más fuerza recientemente, miles de jóvenes en su mayoría pertenecientes a la llamada “Generación Z”, han salido a marchar, a gritar, a exigir un cambio, aun sabiendo que al hacerlo se exponen a la violencia, a la indiferencia y a los prejuicios.
En Lima, las manifestaciones se han convertido en un símbolo de resistencia. Las avenidas del centro se llenan de voces que piden justicia, respeto y dignidad. Jóvenes que cargan carteles hechos a mano, que se organizan por redes sociales, que documentan lo que ocurre con sus propios celulares cuando los medios no están. No lo hacen por moda ni por simple rebeldía: lo hacen porque sienten que ya no pueden seguir callando.

Pero esta fuerza no se limita a la capital. En las provincias, aunque con menor cobertura y menor número de asistentes, los jóvenes también intentan hacerse escuchar. En ciudades como Arequipa, Cusco, Trujillo o Piura, grupos de estudiantes, trabajadores y colectivos se reúnen en plazas o avenidas principales para sumarse a las movilizaciones nacionales.
A veces son pocas decenas, otras apenas un grupo que sostiene banderas y carteles, pero su presencia simboliza algo más grande: el deseo de participar, de no ser espectadores de su propio destino. Aun cuando las marchas en las regiones no tienen el mismo impacto mediático ni la misma convocatoria que en Lima, comparten el mismo espíritu: el de una generación que se rehúsa a la indiferencia.
Sin embargo, no todo el país los mira con buenos ojos. Muchos adultos, desde la distancia o la desconfianza, los acusan de ser ingenuos, de dejarse manipular, de no entender las causas por las que protestan. Se les tacha de revoltosos, de “terroristas” o de simples seguidores de tendencias. Y aunque es cierto que algunos se suman sin mucha información o que en toda multitud puede haber quienes busquen el desorden, no se puede ignorar el fondo del mensaje: los jóvenes quieren ser escuchados. Quieren tener voz.

La Generación Z ha crecido en medio de crisis políticas, escándalos de corrupción, cambios de presidentes y una constante sensación de desconfianza hacia las instituciones. Han visto cómo la política se convirtió en sinónimo de mentira, y aun así deciden salir, arriesgarse, y reclamar lo que creen justo. Son jóvenes que usan las redes no solo para entretenerse, sino también para informarse, coordinar, denunciar y movilizar. En ellos hay una mezcla de enojo, frustración y esperanza.
Para muchos de estos jóvenes, marchar es su primera experiencia directa con el poder, con la autoridad, con la represión. Algunos regresan a casa con orgullo, otros con miedo. Pero todos vuelven con la certeza de que su voz puede tener peso. De que, aunque los minimicen, son parte de una generación que ha decidido dejar huella.
La indiferencia, esa vieja costumbre que parecía gobernar al país, ya no los representa. Esta generación, a la que tantos acusan de vivir distraída, ha demostrado que también puede mirar de frente, cuestionar y actuar. Tal vez no tengan todas las respuestas, tal vez se equivoquen, pero su participación es una muestra de que el futuro no está perdido, sino en movimiento.
Y es que al final, más allá de las críticas o los prejuicios, cada joven que marcha, cada voz que se levanta, es un recordatorio de que el Perú sigue vivo. Que hay una nueva generación dispuesta a hacerse escuchar, incluso cuando los demás prefieran taparse los oídos.



