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Estrés académico: Presión sin distinción

En el imaginario colectivo, la vida universitaria suele asociarse con libertad, descubrimiento y juventud. Pero detrás de los pasillos llenos de estudiantes, las bibliotecas repletas y los trabajos grupales que parecen interminables, hay una realidad que atraviesa a miles de jóvenes en universidades públicas y privadas: el peso del estrés académico, una presión que no distingue carreras ni condiciones.

Para muchos estudiantes, la universidad es el primer contacto con la exigencia constante. En Ingeniería, las amanecidas por trabajos de laboratorio o proyectos que requieren cálculos interminables se vuelven rutina. En Ciencias de la Salud, los horarios intensos, prácticas tempranas y la constante exigencia de precisión emocional y técnica desgastan tanto como las horas de estudio. En Comunicación, Artes o Ciencias Sociales, la presión de la creatividad, la producción continua y la exposición pública del trabajo también generan una carga emocional que rara vez se reconoce. Todas las carreras, en su complejidad, demandan algo: tiempo, energía, estabilidad mental, y a veces, más de lo que un estudiante puede dar.

A ello se suma la vida fuera de las aulas. Muchos jóvenes estudian y trabajan; otros deben cuidar a familiares, resolver problemas económicos o convivir con ambientes que no les permiten concentrarse. La universidad exige como si fuera lo único que existe, mientras la vida personal empuja con la misma fuerza, generando una tensión silenciosa que se acumula día a día. A veces no se duerme bien por semanas, se come mal, se interrumpen hobbies, y la salud mental queda relegada a “cuando acabe el ciclo”.

Todos somos distintos

Sin embargo, aunque cada estudiante carga sus propias batallas, existe un denominador común: la necesidad de ser suficientes. Suficientes para aprobar, para no quedar atrás, para cumplir con lo que se espera, para competir con los demás y con uno mismo. En un entorno donde todos parecen productivos, motivados o “enfocados”, admitir cansancio se siente como un fracaso.

Frente a eso, las universidades (sin importar si son públicas o privadas), enfrentan un desafío urgente: reconocer que el estrés académico no es una anécdota, sino una experiencia compartida que afecta rendimiento, salud mental y sentido de pertenencia. Faltan más espacios de apoyo psicológico accesibles, políticas reales sobre carga académica y conversaciones honestas sobre lo que significa estudiar hoy, en un contexto donde todo avanza rápido y la presión social por “ser alguien” pesa desde el primer ciclo.

Al final, lo que menos se dice es que estudiar también duele. Duele cuando la exigencia supera al cuerpo, cuando la emoción no alcanza, cuando el tiempo no basta. Pero también es un aprendizaje profundo: el de reconocer los propios límites. De pedir ayuda, soltar la idea de perfección y entender que nadie debería pasar por la universidad sintiéndose solo o desbordado.

El estrés académico no es exclusivo de una carrera ni de un tipo de universidad. Es una realidad que atraviesa a todos los que, entre trabajos, exámenes y responsabilidades personales, intentan construir un futuro. Quizá el paso más importante sea aceptar que ser estudiante no significa sacrificar la vida entera: el desafío está en sobrevivir a la exigencia sin perderse a uno mismo en el camino.

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