Cada 31 de octubre, niños y adultos del Perú (y del mundo) se ponen una máscara, transforman su voz, mimetizan a fantasmas, zombies o superhéroes, y salen a pedir dulces o asisten a fiestas. Es una noche de risas, de creatividad, de compartir con amigos o familia bajo una luz diferente. Y, sin embargo, esa misma celebración es puntual de juicios severos: “adoran al diablo”, “participan en rituales oscuros”, “se exponen al mal”.
Las críticas vienen, entre otros, de sectores religiosos que señalan los orígenes paganos de la festividad. Por ejemplo, la Conferencia Episcopal Española alertó que Halloween “no es una fiesta cristiana” y que “Dios no se ríe de la vida y tampoco los muertos vuelven hasta nosotros” en el marco de lo que ellos entienden como tradición católica. Asimismo, según un exorcista, aunque muchos celebran por diversión, “detrás de la diversión hay una agenda oculta que trabaja para hacer avanzar el mundo de las tinieblas”.
Pero ¿y la gran mayoría? Aquellos que sólo quieren disfrazarse, pasar un buen rato, compartir con hijos o amigos, sin ninguna intención esotérica ni contraria a la fe. Esa mayoría queda atrapada en el cruce de la crítica: por una parte la fiesta y la luz, por otra la sombra de la sospecha religiosa.
Para ellos, Halloween es una excusa amable: crear, reír, reunirse. No se disfrazan para rendir homenaje al mal, sino para devolverle un poco de magia al año, para romper la rutina, para convivir. Vestirse de monstruo no implica venerarlo; al contrario: muchas veces es exactamente lo opuesto. Es transformar el miedo en broma, el terror en abrazo, la noche en memoria de risas compartidas.
Pero la sospecha pesa. A quienes actúan, se les dice que no conocen lo que celebran, que están jugando con fuerzas oscuras. Se generaliza la crítica: “porque algunos lo hacen mal” se acusa a todos. Y eso es injusto. Es como señalar a todo el que corre por moda de atleta profesional. No todos atienden al mismo motivo.
Hay un contrapeso necesario: ¿no es la Iglesia misma la que invita a “evangelizar la cultura”, a hacer que lo festivo se transforme en oportunidad de encuentro, de alegría, de comunidad? En lugar de demonizar, se podría abrir el diálogo. Porque cuando se etiqueta cualquier acto de disfraz como perverso, se deja de lado la libertad de celebración y la identidad de quienes simplemente quieren convivir sin crear daño.
Al final, quizá Halloween no sea sólo “fiesta de disfraces”. Quizá es también una prueba de tolerancia: tolerancia hacia lo que otros viven como diversión, hacia lo que otros ven solo una noche distinta, sin segundas intenciones. Y si una sociedad cree que todos los actos deben medirse por su simbología religiosa o política, entonces empieza a perder espacio para el juego, para la creatividad, para la convivencia espontánea.
No se trata de minimizar las preocupaciones genuinas sobre ocultismo o consumo excesivo: esas tienen lugar. Pero sí de reconocer que muchas personas simplemente quieren vestirse, salir con sus hijos, sonreír sin que el disfraz se traduzca en pecado o condena. Y tal vez ahí está la clave: en permitir que algunos días sean simplemente días de disfraces, sin que haya que pedir perdón por ello.


