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Practicantes: correr, resistir y no quebrarse en el intento

Ser estudiante en prácticas es aprender a vivir al límite. No por elección, sino por sistema. Es levantarse temprano para cumplir en un medio, correr luego a la universidad, atravesar una ciudad que nunca ayuda y llegar siempre con la sensación de que se está llegando tarde a todo. A clases, al trabajo, a la vida.

En el papel, las prácticas preprofesionales son una etapa formativa. En la realidad, muchas veces se parecen más a un ensayo de supervivencia. Jornadas largas, exigencias altas y una constante presión por rendir, aun cuando no hay contrato, sueldo ni garantías mínimas. Se espera compromiso, responsabilidad y resultados, pero pocas veces se considera el desgaste físico y emocional del practicante.

A esto se suma una universidad que, en muchos casos, no logra adaptarse a esta realidad. Los horarios académicos no siempre dialogan con los horarios laborales, y el estudiante queda atrapado entre cumplir con el medio o cumplir con la asistencia. El tráfico, los retrasos del transporte público y la distancia entre ambos espacios hacen que cada día sea una carrera contrarreloj. No hay margen para enfermarse, cansarse o simplemente fallar.

El discurso del “esfuerzo” suele romantizar esta etapa. Se repite que “así se empieza”, que “todos pasaron por eso”. Sin embargo, normalizar el agotamiento no lo hace justo. Menos aún cuando el acceso a mejores oportunidades no siempre depende del mérito, sino de los contactos: el hijo de, el amigo de, el recomendado de. Frente a eso, el practicante que cumple, que corre y que se esfuerza, se pregunta si todo ese desgaste realmente valdrá la pena.

El camino tampoco termina al acabar las prácticas. Obtener el bachiller y el título profesional implica más gastos, más trámites y más tiempo. Para muchos estudiantes, ese proceso resulta tan costoso que se vuelve una nueva barrera. El esfuerzo académico no siempre es suficiente cuando el factor económico pesa más que la vocación o el talento.

Ser practicante es vivir con la incertidumbre constante. No saber si mañana habrá una oportunidad real, si el sacrificio será reconocido o si, pese a todo, igual se quedará fuera. Aun así, miles de jóvenes siguen adelante. No porque el sistema funcione, sino porque no queda otra.

Quizá sea momento de dejar de exigir resiliencia como única respuesta y empezar a cuestionar las condiciones en las que se forman los futuros profesionales. Porque aprender no debería significar romperse. Y porque ningún bachiller vale la pérdida de la salud mental de quien solo intenta abrirse paso en un mundo que rara vez se detiene a mirar hacia abajo.

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